Valencia está en fallas.
Quizá porque mi madre sea valenciana y lo llevo en el adn, quizá por la belleza de esta ciudad con olor a azahar y a pólvora, de un color azul como su mar y naranja como su famosa fruta que inunda los árboles de sus calles, quizá por la bondad de su clima cálido que te permite disfrutar de sus vinitos y de sus paellas en una terraza en la Malvarrosa respirando el mediterráneo, o quizá por nada de esto... lo cierto es que disfruto como nadie de estas fiestas.
Como madrileña que soy siento una envidia sana cuando veo como una ciudad entera se vuelca en sus fiestas, como en cualquier plaza, en cualquier calle ves a niños y niñas enanos vestidos con los trajes regionales ( que poco favorece el de fallera, por cierto, con esos roletes en la cabeza tipo princesa Leiya ya se puede ser un bellezón para verte favorecida) y disfrutando junto a sus padres de los millones de eventos que la ciudad te ofrece estos días en los que se inunda de monumentos, fuegos artificiales, música y mucho ruido... nada que ver con las fiestas del patrón en la capital dónde sabemos que hay no se que en una pradera que no sabemos ni dónde está...
Y se tiene que ser muy fallero para comprender como la gente disfruta con las aglomeraciones que se organizan, estar metido en un océano humano para escuchar quince minutos de ruido ensordecedor de petardos es algo difícil de explicar, emocionarte hasta el tuétano al ver a las falleras llorando cuando entran en la plaza de la virgen ramo en mano para entregárselo a su patrona es inexplicable a no ser que en biberón hayas bebido horchata en vez de leche de vaca.
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