Uno no puede morirse sin disfrutar de una puesta del sol cayendo por detrás del minarete de la mezquita de la Koutubia vista desde alguna de las terrazas de la Plaza de Djenaa El Fna mientras degusta un azucarado té moruno; sin extasiarse dando un paseo en aquel crisol de nacionalidades parándose delante de cada grupo de cantantes y bailarines locales, sacadientes que muestran sus trofeos al público, serpientes drogadas saliendo de sus cestas puestos con toda clase de especias y frutos secos como si de un cuadro se tratase...
Uno no puede morirse sin pasear por su zoco, siendo asaltado cada metro y medio por gritos de los comerciantes ( siempre hombres) que son capaces de venderte desde una lámpara mágica hasta una alfombra bereber,trás más de media hora de regateo incansable mientras de fondo se oye unos de los cinco cantos diarios llamando al rezo al grito de "mejor rezando que en casa"
No se puede dejar este mundo sin haberse perdido por sus estrechas callejuelas, llenando tus venas con su olor ( aunque no siempre agradable), su color, ese rojo inconfundible que tiñe todas sus casa: La casa del moro, por fuera barro y por dentro oro; y es que detrás de cada puerta escondida en la Medina se esconden tesoros inimaginables desde fuera, fuentes de agua cristalina en patios llenos de naranjos, de palmeras, buganvillas, rodeados por la impresionante arquitectura islámica y el fino encanto de sus grabados.
Y si todo esto lo disfrutas en compañía de tres mujeres únicas uno siente que ya puede morirse en paz.
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