Roma, capitana del mundo infame, decía la canción de Antonello Venditti.
Son tantos los vínculos que me unen a ti, casi tan inquebrantables como las cadenas de San Pedro que custodias en tu interior, que sería imposible describirlos en unas líneas...
Hacía más de una década que no nos veíamos, vieja amiga, que no paseaba por tus empedradas calles sorprendiéndome en cada rincón, en cada esquina, asaltándome los mil y un recuerdos de aquellos días en los que cada amanecer veía tu tenua luz ocre, como toda tú, entrando por mi ventana, bañando de hermosa luminosidad cada una de las milenarias piedras que recubren toda tu piel de vieja dama manteniendo todo el esplendor de antaño.
Te reconstruirán una y mil veces, taparan todas tus fachadas con telas y andamios, te escarbarán millones de grúas buscando en tus tripas más restos de tu glorioso pasado y tú seguirás majestuosa, admirada por las legiones de turistas que abarrotan tus calles, tus fuentes tus siete colinas...
Todo en ti es grandioso, tú no conoces el chirimiri ni la mediocridad, tú lluvia es tan poderosa como tu historia, potente, enérgica, imposible pasar indiferente ante ella, al igual que imposible es no sobrecogerse ante la majestuosidad del Vaticano, o ante la decadente belleza del Trastevere y no sentirse feliz degustando un capuccino en Piazza Navona, observando la guerra muda entre la fuente de Bernini y la iglesia de Borromini, condenados a observarse y a detestarse durante milenios...
Porque los años pasan y tú sigues, impasible, observándonos como todos vamos cambiando y tú sigues, y me tranquiliza saber que seguirás, cada vez que necesite reencontrarte allí seguirán tus calles, tus fuentes, tus piedras milenarias, tus restos, tu historia, porque tú , al igual que la belleza, eres eterna.
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