La ópera sigue siendo pese a quien pese sinónimo de refinación, de gusto por lo bello, de cierto esnobismo también, porque no, entendido este término como admiración por todo lo que se considera distinguido y elegante, normalmente un espectáculo sólo al alcance de las clases más pudientes ( los precios de las entradas al Real no están ni mucho menos al alcance de todos los bolsillos, y los abonos de temporada alcanzan cantidades irrisorias para muchos ciudadanitos de a pie)
La entrada en el Teatro Real, por la Plaza de Isabel II ( quien inauguró este majestuoso edificio allá por el 1850) con la vista del espectacular palacio de Oriente como telón de fondo es ya sobrecogedora y sin duda una de las más bellas postales de la capital, a pesar de la huelga de basuras que puede llegar a convertir este idílico paisaje en un basurero inmundo.
El ambiente que se respira ya dentro de la sala invita al disfrute de los sentidos, un aire mágico que predispone a dejarte llevar y elevarte espiritualmente, a pesar de que lo que se represente en el escenario tenga mayor o menor calidad artística, o se nos presente a los conquistadores españoles como marines americanos por esta absurda obsesión de modernizar todo, algo que tanto agradaba al denostado Mortier, y que tantas ampollas ha levantado entre los auténticos fanáticos de la ópera.. si algo ha sido bello durante 4 siglos, ¿Qué necesidad hay de modificarlo?
Y digo a pesar de ello, porque aunque sea por 5 minutos, si consigues que la música o la voz de los barítonos te arrastre, te transporte, te saque de tus preocupaciones y te sientas como flotando en un intemporal nirvana habrás descubierto la magia de la ópera.
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